Abandonando el país de los Yahoo

Apuntes sobre ecología política y diversidad funcional(1)

“Mi reconciliación con la especie yahoo en general no sería tan difícil si ellos se contentaran sólo con los vicios y las insensateces que la Naturaleza les ha otorgado. No me causa el más pequeño enojo la vista de un abogado, un ratero, un coronel, un necio, un lord, un tahúr, un político, un médico, un delator, un cohechador, un procurador, un traidor y otros parecidos; todo ello está en el curso natural de las cosas. Pero cuando contemplo una masa informe de fealdades y enfermedades, así del cuerpo como del espíritu, forjada a golpes de orgullo, ello excede los límites de mi paciencia, y jamás comprenderé cómo tal animal y tal vicio pueden ajustarse. Los sabios y virtuosos houyhnhnms, que abundan en todas las excelencias que pueden adornar a un ser racional, no tienen en su idioma término para designar este vicio, como no lo tienen para expresar nada que signifique el mal, excepto aquellos con que califican las detestables cualidades de sus yahoos, y entre ellas no pueden distinguir ésta del orgullo por falta de completo conocimiento de la naturaleza humana, según se muestra en otros países en que este animal gobierna. Pero yo, con mi mayor experiencia pude claramente reconocer algunos rudimentos de ella en los yahoos silvestres. Los houyhnhnms, que viven bajo el gobierno de la razón, no se encuentran más orgullosos de las buenas cualidades que poseen que puedo estarlo yo de que no me falte un brazo o una pierna, lo que no puede constituir motivo de jactancia para ningún hombre en su juicio, aunque sería desdichado si le faltaran. Insisto particularmente sobre este punto, llevado del deseo de hacer por todos los medios posibles la sociedad del yahoo inglés no insoportable, y, de consiguiente, conjuro desde aquí a quienes tengan algún atisbo de este vicio absurdo para que no se atrevan a comparecer ante mi vista.”

 Jonathan SWIFT
  Los Viajes de Gulliver (1726) – Cuarta Parte, capítulo XII

La vieja pelvis de Elvis

A finales del siglo XIX, al término ya de la tímida revolución industrial española, la compañía británica The Sierra Company Limited abrió un foso en la Sierra de Atapuerca (Burgos) para el posible tránsito de un ferrocarril minero donde, del que al correr del tiempo, ya en calidad del conocido yacimiento paleontológico y arqueológico, hemos llegado a saber que hace unos 800.000 años nuestros antecesores practicaban habitualmente la antropofagia. A juicio de los paleoantropólogos ese canibalismo satisfacía tanto un hábito recurrente de finalidad alimenticia como a un recurso de control competitivo que probablemente se aplicaba sobre niños y adolescentes de otros grupos del entorno.

La trascendencia de algo que ya presumíamos se desvanece sobre la que suscita otra reseña que nos habla de la vieja pelvis de ‘Elvis’(2), una reliquia ósea a través de la cual hemos tenido referencia de un antepasado que a cuenta de una malformación que, quizás, le obligó dolorosamente a caminar encorvado y apoyado en un báculo, logró sobrevivir en el inclemente mundo de hace 500.000 años hasta una sorprendente edad para ese tiempo, próxima a los 50 años. Aun siendo infrecuentes todos ellos, también hay constatación fósil de la misma datación, y en la misma área, de los restos de una niña nacida con una craneosinostosis(3) que logró sobrevivir hasta su preadolescencia (5-7 años).

La dificultad de uno y otra para proveerse autónomamente de alimentos y cuidados, y durante tan largo tiempo en ese periodo prehistórico, induce a pensar en un alto grado de prevalencia de la sociabilidad y capacidad de su comunidad para satisfacer necesidades individuales aun en condiciones socioeconómicas adversas y primarias. Nos habla de la corresponsabilidad natural; de la cooperación interna de las agrupaciones humanas cuando, quizás, no son tan permeables a la presión de sistemas productivos alentadores de la dominación, el poder sublimado del control masculino o el ventajismo y la competitividad reproductiva, o para la vacía acumulación de riquezas que, obviamente, perduró en sucesivos estadios históricos.(4)

Contrariamente a ese cuadro amable del hombre de Atapuerca, las imágenes enojosas, por consabidas y reiterativas, que registra la historiografía sobre la diversidad funcional nos visibilizan abandonados en la espartana brutalidad del Monte Taigeto, flotando hinchados sobre las aguas del Tiber, reducidos a cenizas en Treblinka o aturdidos en un quirófano antes de ser esterilizados forzadamente(5). Es la instantánea del relato ideológico y cultural que se abstiene de reiterar con la misma intensidad y suficiencia que esas son las estampas que generan los sistemas económicos  ̶ esclavistas, aquellos; del capitalismo financiero, el nuestro(6) ̶ , jerárquicos, de clases detentadoras de derechos civiles, patrimoniales y políticos que derivaron en la consolidación de la propiedad privada y el germen del Estado con la estratificación de la división social del trabajo, entonces, y en las desigualdades de la globalización, ahora.

La economía se ha comportado con nosotros como el obturador de una cámara fotográfica de la Historia: con una larga exposición a la luz del miedo, impresionando las películas del darwinismo social aun antes de que el HMS Beagle fuese siquiera concebible.

Bienestar tóxico

Comparado con otros periodos, el control político y económico sobre la población de esa llamada Revolución Industrial que llevó a abrir ese tajo colmatado de Atapuerca del que emerge la fantasmagórica y renqueante figura de un Elvis antecesor viviendo en comunidad ayudó sustancialmente a la disminución de enfermedades, la reducción y expansión de epidemias o a un mayor volumen y eficiencia en la producción de alimentos. Pero a esas fluctuantes y relativas bondades, le acompañaron fuertes variaciones demográficas con un crecimiento sostenido de la población, el impacto de los procesos productivos sobre la base de una intensa y violenta diferenciación social, desigualdades de todo orden, la aparición del proletariado como clase social caracterizada por la explotación, y la exclusión inherente al capitalismo industrial. Todo ello emparejado a una exaltada celebración de la explotación irracional, y sin control del medio ambiente como nunca antes se había producido.

Ahora, en este nuestro escenario postindustrial, global, tecnológico, y de aguda y decisiva crisis del sistema capitalista, y para la biodiversidad terrestre, en la cotidianidad de éste recién estrenado siglo XXI, aceptamos e interiorizamos con incomprensible candidez y estoicismo que las afecciones relacionadas con la exposición inevitable, e inconsciente, a sustancias tóxicas hayan disparado como nunca en todo el planeta el número de casos de cáncer, de enfermedades inmunológicas, de alteraciones hormonales, de autismo, problemas neurológicos o reproductivos… haciendo especialmente vulnerables entre todos los grupos de población a las mujeres gestantes y a las niñas y niños. Sabemos desde hace tiempo que la insospechada permanencia de elementos químicos en la sangre, o un impacto atómico en una célula humana, y la alteración en la secuencia determinada de los ácidos nucleicos, en el mejor de los casos, puede ser el origen de un cambio congénito capaz de alterar el color de los ojos de un individuo o generar en él trastornos neurológicos irreversibles. A pesar de ello, ni la relevancia de sucesos como los de Bhopal, Chernóbil o Fukushima parecen suficientes para disipar el letargo, la insensibilidad social ante un sistema que justifica semejantes riesgos y desastres para la vida. Todo parece reducirse a una fatalidad probabilística, fallos excepcionales en el actual ciclo de una máquina demasiado compleja para el entendimiento común.

Tanto en los albores de la crítica socioeconómica moderna(7)como desde el actual ecologismo social y político, se han formulado análisis reprobatorios de las condiciones de trabajo o de la adulteración de alimentos, etc., y esa cultura del productivismo, el consumo y la competitividad que nos ha llevado a esquemas de vida letales –y que guardan un claro nexo con la generación y las manifestaciones de la diversidad funcional– discriminatorios y contrarios a la libertad colectiva, la justicia y la atención a las necesidades básicas de todos, hombres y mujeres.

Sin embargo, parece oportuno subrayar la necesidad de que la ecología social y política no restrinja su posicionamiento hacia la biodiversidad para que asimile en él, también, el de la diversidad funcional (discapacidad) como lo que es, y, probablemente, será siempre: parte indisociable de la condición humana. Además de enriquecer su compendio ideológico, en aras de la equidad, está a tiempo de hacerlo ampliando, o desembarazándose, de razonamientos inquietantes de esa otra economía que sólo tiene una comprensión de la sociedad cifrada en la explotación de la humanidad y el entorno. Existe una corresponsabilidad política heredada de asuntos a resolver en nuestro más inmediato y malentendido bienestar, tóxico, competitivo y brutal. Y al tiempo se debe dilucidar a quiénes y cómo incluye el ecologismo político y social en la actitud humanista desde la que, como especie, hemos desarrollado la capacidad distintiva de organizarnos en sociedades que cooperan entre sí sobre la base de conceptos como la equidad, el respeto a la diferencia, la justicia… Y optar por si las personas con diversidad funcional son beneficiarias de una u otra consideración, y las consecuencias que ello conlleva.

 ¿Homo economicus homini lupus…?

Es una obviedad, aunque no siempre se enmarca así, que los problemas de las personas con diversidad funcional, hoy como nunca, son de naturaleza política y económica. Si las problemáticas ambientales están inexorablemente ligadas a las sociales y políticas, estas lo están a su vez a las primeras. Y de modo determinante para nosotros.

Las construcciones sociales de la diversidad funcional se han erigido sobre un modelo económico, el capitalista, que ha determinado el social, y nada cambiará sustancialmente para nosotros, hombres y mujeres con diversidad funcional, hasta que otros instrumentos precipiten la mutación a otro paradigma que no se quede en la mera formalidad de las actitudes, y en la retórica legal y políticamente correcta tratando asuntos de libertades civiles de minorías oprimidas. En la búsqueda de ese paradigma, observadas las soluciones propuestas y los resultados obtenidos hasta el presente, los directamente implicados parecemos llamados a tomar esos instrumentos de poder, y de decisión política, de abajo arriba, para decidir el rumbo.

Algo que se obvia sistemáticamente, o que recibe una atención relativa en las premisas políticas y en sus programaciones, es que en su más alto grado de incidencia, la diversidad funcional es una consecuencia directa del desarrollo de la sociedad capitalista industrial occidental (Finkelstein, V., Oliver, M.). Es ese modelo de sociedad la que estableció la “normalización de la capacidad” replicando e insertando la uniformidad en la industrialización a gran escala (s. XIX), el comercio y las exigencias de especialización y de división del trabajo. Optimizar las tareas productivas alcanzó a la mayoría de la población, determinando y delimitando también sus vidas, su tiempo, sus expectativas, su entorno. Sobre esas reglas se generalizaron los procesos de exclusión y reclusión de los inadaptados, limpiando las calles de todos los “anormales” que aún no recogían las instituciones religiosas, y que no se encaminaban en hilera a ninguna fábrica. A las prácticas tradicionales del exterminio, de la repulsa y del desprecio, el nuevo orden económico sumaba la institucionalización, el internamiento, y señalaba así que la diversidad, lo disforme y no asimilable era una responsabilidad pública que obstaculizaba sus movimientos.

En el transcurso del tiempo, (mediados del pasado siglo) “el principio de la normalización” que se fragua en las culturas nórdicas (Nirje, B. Wolfensberger, W.) consolida la idea de que las personas con diversidad funcional deben ser aproximadas en su existencia a la normalidad de la comunidad tanto como sea posible, disponiendo a tal fin métodos, servicios y apoyos generalizados. En buena medida casi adquiere tintes de filosofía humanitaria compensatoria del déficit biológico y, aunque vincula los derechos humanos con las políticas sociales y de protección, soslaya la naturaleza económica e ideológica del fenómeno.

Más allá del azar y la accidentalidad connatural a nuestra especie, la diversidad funcional tiene una relación directa con la clase social a la que se pertenece, caso apreciable aun en la herencia biológica de la clase trabajadora y su vínculo no muy lejano con la desnutrición fetal o la malnutrición infantil (Coleridge, P., 1993); aflora de mil maneras en las antinaturales concentraciones de población de las ciudades concebidas por y para la operatividad del sistema; es constatable en cualquier plazo de tiempo tras la exposición a sustancias y ambientes tóxicos en las explotaciones fabriles, mineras, industriales, etc., o en la combinación incontrolada de unas con otras en los cultivos, en la producción industrial de alimentos y en el consumo de productos químicos no evaluados y de uso cotidiano o insertados en la cadena trófica; es la consecuencia traumática de las contiendas bélicas organizadas por oligarquías para la hegemonía sobre recursos materiales; anida en la gestión mercantilizada de las políticas sanitarias preventivas y curativas y en la inducción subliminal de hábitos sociales perniciosos.

Entendemos que para la ecología social y política es prioritario admitir que la economía desarrollada con base en la superexplotación y el agotamiento de recursos finitos, limitados, no sólo está liquidando y envenenando la biodiversidad terrestre sino que en buena medida está en el origen y en la actual pervivencia maliciosa y sostenida del fenómeno social de la diversidad funcional.

Me matan si no trabajo(8)

Enmarcada toda la substancia social en los cánones de la “normalización”, hace que el trabajo, como motor del productivismo, se sublime y se convierta poco menos que en  la autorrealización de la especie: la única acción transformadora capaz de satisfacer toda necesidad física y espiritual o, en su término opuesto, el mecanismo mediante el cual se experimenta la alienación desde la explotación. Sin término medio.

Sobre sus rendimientos se han afianzado cualesquiera derechos para las actividades mayoritarias de la población, sus intereses y aspiraciones vitales, valores que la mayoría estadística sustenta y replica en sus condiciones biofísicas; sus patrones de normalización, sus acuerdos sociales y culturales transmitidos generacionalmente, y con sus soportes educativos orientados a él. Está dotado de la entidad y peso civilizador global sin el que no hay ni parece posible la Humanidad.

El barco del crecimiento económico bajo bandera del capitalismo industrial también ha llevado a las personas con diversidad funcional hasta la paradisiaca, y a la vez temible, selva del empleo, aunque como conchas inevitables adheridas a su casco. Cuando ha valorado sus rendimientos en función de sus expectativas de enriquecimiento, ha carenado el navío, despegándolas, no sin antes hacer competentes a médicos y profesionales de toda laya para marcarlas con círculos rojos de distinta intensidad que resaltan y vinculan déficit, daño, con productividad, y éstos con derechos civiles y económicos.

Las posibilidades laborales de las personas con diversidad funcional están sobradamente acreditadas. Cosa distinta es que satisfagan los objetivos de maximización de los beneficios del capitalismo o que sus ritmos de actividad condicionen la producción, y no a los individuos, eventualidad que alimenta falsos prejuicios culturales y sociales para nuestra inclusión:

“La única vez que estas cifras cambiaron de forma sustancial fue durante las dos guerras mundiales. Durante la Segunda Guerra Mundial, 430.000 discapacitados que habían sido excluidos previamente del mercado de trabajo se incorporaron a las fábricas y a la industria, y no sólo en labores de muy escasa relevancia, sino a menudo en puestos importantes de supervisión y gestión (Humphreys y Gordon, 1992). Me parece que la razón es muy sencilla. El objetivo del trabajo durante esas dos guerras no era obtener el máximo beneficio, sino luchar contra el enemigo común. Se organizaba el trabajo según los principios de la cooperación y la colaboración, y no sobre los de la competición y la obtención del beneficio máximo.

Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial salió elegido un gobierno que se comprometió a mantener esa situación, y se aprobaron leyes para asegurar que las personas discapacitadas no fueran excluidas del mercado de trabajo. La realidad es que, al cabo de tres años, no sólo había perdido su empleo la mayoría de aquellas personas discapacitadas que habían sido incluidas en el mercado laboral, sino que el paro afectaba de manera importante a la mayoría de los otros discapacitados cuyas insuficiencias habían sido causadas por la guerra. Los viejos principios de la economía capitalista se habían impuesto de nuevo.” (9)

Se prima a los individuos que garanticen soportar la mayor presión posible. Son meros instrumentos. Aun en una planificación del trabajo sustentado en la actual tecnología que automatiza y mitiga todo esfuerzo, a nosotros se nos excluye y ubica en los circuitos diferenciados, institucionales, del control social e ideológico como elementos perturbadores de la norma, y depositarios del miedo colectivo. El hierro candente de la divisa “incapacidad” con la que se nos encierra en cortijos como manada vergonzante y exótica de la especie es la marca en piel que nos identifica, y que facilita y racionaliza desde el siglo XIX y XX las ominosas políticas eugenésicas, de exclusión e internamiento. Nos hace piezas aun más inmóviles, crustáceos de los concheros acumulados a orilla del mar desde los que vemos la singladura de los procesos económicos, y ahora el embarrancamiento del buque del crecimiento.

Desde mediado y final del siglo XX, la socialdemocracia europea como adalid del Estado de Bienestar trató de establecer pautas estructurales, medios y discursos culturales inclusivos y de socialización que, generalizados, han tratado de paliar la segregación. Pero su transigencia y conformismo con el sistema e ideología liberal que los genera y mantiene se ha revelado como una aspiración tan beatífica como ineficiente para cambiar los soportes que mantienen la exclusión de las personas con diversidad funcional.

La normalización y ese énfasis puesto en el trabajo como única y totémica instancia para la inclusión y la igualdad se ha comportado hasta ahora como un agujero negro absorbente de todos los esfuerzos individuales de las personas con diversidad funcional, de sus organizaciones y de las estructuras de ese modelo de Estado. Ese orden de cosas ha hecho endémicas las situaciones de injusticia, desigualdad social, pobreza y ausencia de derechos humanos, justificándolas como efectos indeseables, pero ineludibles de la naturaleza del propio sistema, de sus ciclos de crecimiento que conllevan situaciones de inequidad, de re-entrada en crisis y de mutación traumática hacia un nuevo ciclo, aun mediando conflictos bélicos o cataclismos económicos.

Sin embargo, no todas las personas con diversidad funcional pueden trabajar. Algunas no lo harán jamás o lo harán de modo variable, discontinuo, y no estándar (con suerte, hasta puede que con asistencia o adaptación tecnológica). Cuando lo hacen, siempre es en calidad de “un problema” económico más para el sistema productivista, y así se presenta ante todos. Por demás, en términos generales, el reducido sector de personas con diversidad funcional empleable lo es dentro de los estrechos márgenes que ofrece el mercado en sectores de producción residuales, marginales y subvencionados. Esto, sumado al riesgo del deterioro físico y psíquico que amenaza a cualquier trabajador, pero que aumenta en quienes no comparten cánones de normalización ni siquiera en los estándares de una jornada laboral, aun devalúa más si cabe su inmersión en el mundo del trabajo tal cual se concibe éste.

No hay flexibilidad para quienes no se amoldan a la estandarización. Tanto fuera como dentro de las burbujas del empleo subsidiado, ocupacional, las leyes son claras, inmutables y no sorpresivas: el mayor beneficio al menor costo, competitividad desmesurada, los más bajos costes salariales, extrema flexibilidad laboral, gestión límite de la seguridad, exigua adaptabilidad y usabilidad del puesto trabajo… Es la misma miopía económica, uniformadora, que sirve de baremo para el canje por derechos sociales. Es el mismo juez que entra en catalepsia ante la accidentalidad, la enfermedad o el simple envejecimiento y las limitaciones funcionales asociadas a estos eventos, y que proporcionan cada vez un mayor número de individuos que del universo del trabajo pasan a ser gasto menudo, tropa de relevo de ese ejército paupérrimo en la reserva(10) del sistema productivo.

En términos de cruda simplificación se puede afirmar que existe un velado consenso eugenésico compartido por la derecha y la izquierda política hacia las personas con diversidad funcional, aunque, bien es cierto, que por mayor obra de la infestación ideológica de los defensores de la economía del libre mercado.

Infección moral

El sistema tiene anticuerpos contra la diversidad funcional, aunque desarrollados tras sus perturbadoras enfermedades de juventud. Su infección tiene que ver con el añejo virus del liberalismo económico que ha elaborado, metabolizado y expandido desde antiguo la imperturbable ideología que defiende que las políticas sociales redistributivas (esas que afectan al amplio espectro de la demografía, la sanidad, el empleo, las clases pasivas o la lucha contra la pobreza y la exclusión en nuestro caso…) descansan sobre valores morales subjetivos y prescindibles, que en la mayoría de casos no son más que fastidiosas transferencias de rentas a las que obliga el criterio pusilánime del Estado paternalista. Se cambian de mano sumas que nada remedian, y simplemente mudan el traje del portador de la precariedad a cuenta de restar recursos al mercado, verdadero generador y regulador de la riqueza y del sosiego universal.

Es el virus del egoísmo racionalizado como bien social, que no admite verse obstaculizado por legalismos o la moral inducida, porque después de todo, se hace evidente como una «mano invisible» que favorece el bien común (Smith, A.). Para él, por el contrario, trasfigurado ya como neoliberalismo, las situaciones sociales que desencadenan sus maquinaciones en la economía le son tan impersonales y asépticas como la matemática que guía el trazo de sus números y la ingeniería de sus transacciones, lo que las hace neutras, descargadas de moralidad y, por tanto, de injusticia No tiene arte ni parte con el origen del oleaje que genera su navío en las aguas por las que navega… Es el “qué le vamos a hacer, la realidad es la que es y, aun así, vamos avanzando…”; es la apreciación plana de lo único, y tiene la férrea lógica de que todo pensamiento debe plegarse a lo que es único. Admite que la miseria o volubilidad de la fortuna existen, pero por obra de la vagancia, por la indolencia menoscabando la iniciativa individual, por el azar, por la fatalidad física, intelectual, etc., y esos atributos no son materia mercantil –o no del todo–, y a lo más sólo cabe aplicar la caridad sobre esos sucesos o animar a otros a la solidaridad.

Cualquier otro modelo de pensamiento que le dé réplica le es indiferente, y solo lo entiende como una opción superflua que otros pueden tomar, no como reacciones por la presión de su carencia de justicia. Así, una sociedad en la que se ha impreso la idea de que la oferta y la demanda no solo regulan la riqueza de las naciones sino que su fortalecimiento aun provoca que los beneficios “goteen” sobre los más necesitados (teoría del trickle down o ‘efecto goteo’) se pliega más y mejor a la idea de la “inevitabilidad de las tragedias” y las privaciones que conllevan cuando las máquinas del mercado se atoran. Y así es como se engranan y giran bien aceitadas las ruedas del artefacto del mundo según el neoliberalismo para nosotros. Cuando la bonanza del crecimiento económico hincha y tensa las velas de los navíos de ese sistema, hasta las aguas de la insuficiencia y de los obstáculos de la fortuna se apartan de sus quillas. Por el contrario, en la calma chicha, hasta los objetos más nauseabundos pueden llegar flotando hasta el casco a riesgo de adherirse a él.

La izquierda social y política, desde mediados del siglo XX, con su más preminente representación en la socialdemocracia, ha aceptado un recitativo de subordinación en ese teatrillo de la redistribución de la riqueza y de los recursos sociales para las personas con diversidad funcional que la ha obligado a ceñirse a un guión ideológico poco más que paliativo, de mejoras en el corto plazo, y que han inducido políticas de tolerancia hacia la institucionalización, la exclusión o el conservacionismo y mantenimiento de lo poco que ha logrado arrebatarse al sistema en algún quiebro de osadía. Sus logros no parecen propiciados por el humanismo hacia el fenómeno natural de la diversidad funcional en sí, sino por mecanismos reactivos frente a la explotación laboral de los trabajadores, y que desde la mitad del siglo XX han quedado en logros sociales  ̶ normativos las más de las veces ̶, expresados en legislaciones nacionales e internacionales protectoras del daño y la limitación en la órbita del trabajo (OIT) o reparadores tras conflictos armados. Generalmente, se han afianzado como medidas pasivas de transferencia de renta (indemnización económica) y de protección básica, y que no tantas veces como es debido han logrado hacer responsable social al estamento empresarial. Y todo, sometido a revisión a la baja en el tiempo presente…

Pero, en síntesis, ¿de qué estamos hablando…?

De una correlación de factores de la situación que bien puede ser esta:

  • Del legado para menesterosos. Heredero oportunista de la competitividad biológica, el sistema secular de economía de mercado ha incrustado en la genética colectiva, y primordialmente en los estamentos políticos, que nuestros derechos sociales y políticos no existen, pueden esperar o se limitan al asistencialismo solidario –emulación confusa y equívoca de un símil corrupto del derecho, siempre proyectada ante la comunidad como la onerosa carga de una casta de “necesitados”–, o que son derechos supeditados a la discrecionalidad de los excedentes de la riqueza, y no al derecho natural que se aplica a sí misma la colectividad.
  • De ser piedra de toque. Aunque se soslaye hacerlo explícito, nuestro valor social como grupo humano se sopesa en función de los excedentes económicos colectivos… Si estos no llegan para un asistencialismo planificado y autoritario, la depreciación es aun mayor que la del resto de la comunidad porque nunca se reconoció en nosotros la premisa clave de la economía de mercado: el valor social del trabajo productivo.
  • De los aduaneros. El productivismo y su asistencialismo programado a través del Estado ha transferido a los sistemas médico-rehabilitadores la potestad de calibrarnos y graduar nuestro rendimiento productivo, a tal punto que su clasificación y certificación se comporta como un visado en toda regla en los puestos fronterizos de la inclusión por el empleo y la valoración social que sigue a éste. Es así, también, como se infunde en el imaginario colectivo la idea de que nuestra alienación radica de principio a fin en nuestras dificultades objetivas –no las del sistema– para el trabajo(11). Carentes del reconocimiento y del valor social que se otorga mediante éste, nos agrupan junto a otras minorías (étnicas, sexuales, etc.), granjeándonos la consideración moral que el sistema receta a esas colectividades por medio de sus expresiones racistas, xenófobas, machistas, etc.
  • De los lazaretos y granjas humanas. La normalización también actúa como ideología que justifica, o al menos sostiene, el internamiento institucional como depurador, como catalizador de la “anormalidad”. Asentados en los arrabales de la responsabilidad del estado social moderno e irrelevantes para la máquina productiva que todo lo mantiene, el sistema realiza su pirueta más natural, y trueca el fenómeno social de la diversidad funcional en ‘categoría productiva’ (los “discapacitados”) arracimando en torno a ella intereses personales que mantienen activos procesos de control similares a los aplicados a cualquier otra categoría productiva. Y si el fenómeno tiende a volver a vincularse al origen de la equidad en la estructura social, lo encauzarán como competencia de todo tipo de organizaciones paraestatales receptoras de paradójicas duplicidades, transferencias, privatizaciones de servicios esenciales de referencia para este colectivo: educativos, asistenciales, paramédicos… Organizaciones, por demás, imposibilitadas para romper los vínculos que hacen perdurable y maliciosamente sostenido gran parte del pingüe circuito económico subsidiario de la diversidad funcional. Aflora así otra de las paradojas con las que, casi como en una actitud psicótica, el sistema se sopesa y cuestiona a sí mismo en el destino de recursos para el sostén de la exclusión que él mismo alienta.
  • De la ajustada razón que nuestra razón detiene. Cuando la sociedad civil intenta soluciones conformes al derecho, queda desconcertada por tener que aceptar, y aun celebrar, normas ad hoc para nosotros que se incumplen sistemáticamente, y sin sonrojo. Y ello de modo y manera que sería inaceptable para la mayoría de ciudadanas y ciudadanos en cualquier otro contexto. Sistemáticamente, el orden legislativo prioriza, y se auto-inocula, el “ajuste razonable”, o lo que, en su lógica neoliberal, se interpreta sólo como la expresión del reconocimiento de necesidades que aceptará “sólo y si” se descarga y desincentiva como “derecho”. Porque si se transformara en tal derecho, sería el precedente para validar continuas exigencias, ilimitadas y en todas las esferas sociales; tendencias capaces de desequilibrar entonces los objetivos de una economía competitiva.

Tú, yo y el decrecimiento

El desmayo comatoso del mundo tal cual lo conocemos parece inevitable con el cese del flujo del petróleo y de todo su universo de productos que atornillan y anudan el intrincado sistema que ha laminado y degradado el planeta.

El agotamiento paulatino de todos los elementos sobre los que se ha entretejido una economía interdependiente y global ya parecen estar impulsando cambios de primer nivel, estructurales, y aún se precipitarán más en breve tiempo subrayando la certidumbre de que la crisis es también la de una reubicación de los estamentos de poder en el sistema en el que todo se ha gestado.

Paralelamente, una de las alternativas que ya discurre por los meandros de la ecología política es la del decrecimiento económico, entendida como una planificación de mínimos en todo género de consumos que admita la compatibilidad de nuestra huella ecológica con la supervivencia de la especie, planificaciones que conllevarán cambios revolucionarios en el mundo tal cual lo conocemos ahora, incluidas todas las relaciones sociales. Que ese decrecimiento acaezca de modo caótico o conducido como un proceso de obligadas y apremiantes reformas es el reto inmediato.

Para las personas con diversidad funcional adentrarnos en la inevitabilidad de un entorno de decrecimiento económico valida el presentimiento de que si hacemos ese viaje, no será porque hayan revisado los prontuarios del capitalismo en derrumbe o del socialismo aturdido en los que figurásemos en alguna lista para el reparto de camarotes y chalecos salvavidas. En sus trasiegos y enfoques productivistas, unidimensionales en lo antropocéntrico, unos y otros simplemente tradicionalmente nos han alojado en la bodega como mercancía mal amarrada entre objetos de uso olvidado, amedrantados para no contribuir a ser carga que escore el buque.

Nuestra aprensión a que se transfieran clichés segregacionistas, discriminatorios, al ámbito de la ecología política tiene sobrados fundamentos a vista del estado del arte del mundo, de la incesante secreción narcótica de políticas totalitarias cada vez más naturalizadas en los sistemas democráticos, pasando por la comparsa de la irracionalidad religiosa, y llegando hasta la mirada eugenésica con que nos enfoca el rebrote de un maltusianismo creciente.

Todo nos ratifica en que las políticas aplicadas hasta ahora a nuestro colectivo son el resultado de un “despiece” interesado del problema, y no el de una actitud responsable y coherente con los fundamentos civilizadores de los que nuestro modelo de sociedad se ha jactado, sustanciando retóricamente los derechos humanos, la democracia y la ética igualitaria ante la ley. Otros recelos provienen de la más lóbrega tradición social de la especie, de las seculares arquitecturas de la precariedad que han conformado el edificio ideológico y cultural del déficit, el tatuaje del estigma dentro del que vivimos encerrados como en un dibujo cabalístico.

Si las irresueltas cuestiones de las personas con diversidad funcional se heredan invariables de semejantes contextos, se estaría cerrando una vez más la puerta a la razón para negar la diversidad. Las cuestiones “marco” de las personas con diversidad funcional no son materia de asistencia o servicios sociales, sino el desbordamiento de una ignominiosa deuda histórica en materia de derechos humanos y civiles.

Zarpando hacia Brobdingnag(12)

Si el neoliberalismo sólo atiende al lustre y esplendor de sus zapatos, la fe ingenua de la izquierda social nos ubica en el muelle del puerto a la espera de un navío de la prosperidad y la recuperación económica que atenderá nuestros déficits de población “enferma” mediante artificios redistributivos, la dominación de la naturaleza del déficit por la tecnología y la contundencia en postergadas políticas de inclusión e igualdad. Pero mientras, el entorno quiebra por la sobrecarga de los ecosistemas, y vemos cómo los viejos vínculos con el modelo “médico-rehabilitador” nos reubican poco a poco, de nuevo, en los cobertizos de las organizaciones no gubernamentales, alterando los ejes de la cuestión, cambiando nuestro pasaje de agentes políticos, de ciudadanos, por el de “asistidos” a perpetuidad.

Para aquellos que jamás hemos tenido vida en términos de humanidad equiparable económica y socialmente a los de la mayoría estadística, para los que nunca hemos vivido “por encima de nuestras posibilidades”, el augurio de insuficiencia social que se combina a la autarquía que traerá un espacio de decrecimiento económico queremos creer que no necesariamente ha de ser pernicioso para un nuevo paradigma de la diversidad funcional. El decrecimiento puede involucrar una reinterpretación y un revitalizador ejercicio democrático que incluso se correspondería más con las ideas rectoras del Movimiento de Vida Independiente:

  • Autodeterminación.
  • Derechos Humanos, civiles, políticos y económicos.
  • Auto-ayuda.
  • Empoderamiento.
  • Responsabilidad sobre la propia vida y las acciones.
  • Derecho a asumir riesgos (y a equivocarse al hacerlo)

Nos anima la impresión de que estos principios parecen tener adelantado un buen trecho para su acomodo en economías cooperativas, arraigadas en valores sociales y no en la didáctica de la dominación, la codicia y la selección de los más aptos en un orden del mundo configurado por ellos. El “biocentrismo” al que nos aboca nuestra herencia como especie económica, puede hallar nuevos estándares de calidad de vida si se satisfacen necesidades vitales con el menor impacto en el medio y en sus sutiles equilibrios, balanceando la justicia con la ecología.

Ese objetivo, para el que ya el tiempo corre en nuestra contra, puede buscarse en la promoción de elementos como:

  • la cultura de la suficiencia
  • la migración a comunidades de menor tamaño
  • la revalorización de lo local
  • la progresiva prescindencia del intercambio dinerario por transacciones  aptas para una economía moral
  • el papel imprescindible de las redes sociales y de intercambio
  • la priorización de los recursos de proximidad y tradicionales (como los que aun perviven en sociedades rurales o surgidas en la regeneración de los barrios en los conglomerados urbanos).

Una sociedad más afirmada en la cultura derivada de la ecología política y la justicia social no liberará a las personas con diversidad funcional del límite biológico o la accidentalidad, pero no puede admitir los esquemas de la exclusión sobre los que se ha asentado el secular modelo anterior sin enfermar irreversiblemente de una mayor ignominia que aquella.

¿Didácticas necesarias?

En la necesidad de abrir paso a alternativas hacia un primer estadio de acomodación de la diversidad funcional a la economía del decrecimiento, quizás el patrón de la municipalidad sea la estructura política más apta. Pero, aun así, deberá adoptar un funcionamiento descentralizado, colectivo, en el que emprender nuevas didácticas para una economía de dimensiones humanistas, comunitarias y de aprendizajes abiertos a la diversidad, la autogestión, la complementariedad y al apoyo mutuo.

A modo de simple esquema de partida para el debate social, nos atrevemos a referir posibles didácticas a iniciar por las personas con diversidad funcional:

  • Acomodar las necesidades individuales para que se equiparen en igualdad social y salvaguarda de la autonomía personal, adecuando las economías domésticas hacia la mayor autarquía.
  • Involucrarse en organizaciones de autoayuda, contribuyendo al fortalecimiento de redes para la simetría social, la reciprocidad y el intercambio como soportes de la cotidianidad, la convivencia y para la seguridad personal (por ejemplo, cooperativas de servicios comunitarios y para la asistencia personal, etc.)
  • Participar en diseños que prioricen la ruptura de los patrones que vinculan al género femenino con la “economía de los cuidados”.
  • Participar decisoriamente en los estamentos que impliquen la transferencia de recursos de materiales y técnicos para el autocontrol.

A modo de conclusión

Las organizaciones políticas hace tiempo que deberían haber hecho autocrítica y balance de sus premisas hacia las personas con diversidad funcional, siendo como son más que conscientes de que su retórica clásica y el papel soportan casi cualquier peso humano.

Aunque es curioso observar como los estamentos sociales, políticos y profesionales van adoptando el universo semántico del Movimiento de Vida Independiente, la realidad cotidiana es que las personas con diversidad funcional seguimos abocadas a señalizar  itinerarios que ocultan hundimientos  de los que aún estamos intentando salir. Es por ello que:

  • Las personas con diversidad nos afirmamos como ciudadanos de pleno derecho, no como sujetos marginales, perceptores pasivos de servicios sociales. Esta obviedad sigue sin tomar carta de naturaleza en la concepción más política de la comunidad.
  • La diversidad funcional y sus circunstancias diferenciadoras son parte de la diversidad humana, y toda programación política debe considerar éstas de modo horizontal en sus planificaciones, involucrándonos directa y activamente.
  • Los problemas sociales de las personas con diversidad funcional son, en gran medida, consecuencias de un sistema productivo lesivo y que genera daños socio-ecológicos que se correlacionan y multiplican, pero de los que no se responsabiliza, evita ni repara.
  • Igual que existe una tendencia biológica hacia la acumulación que ha roto el mundo, existen otras tantas que priman la supremacía de los más aptos y que comprometen la cultura humanista de la especie reabriendo peligrosas vías para distintas y sutiles formas de darwinismo social y la eugenesia.

En el inminente viaje a Brobdingnag, donde todos deberemos redimensionar nuestro mundo tras la gran fiesta de algunos, las personas con diversidad funcional esperamos re-encontrar a ese Elvis de andares oscilantes que deambula ahora algo más confiado en la corresponsabilidad de su especie, construida sobre el valor de la cooperación al que todos recurrirán en algún momento. Rescatando su imagen, esperamos poder construir un arquetipo humano que, cuando se siente a comer, no recele por estar devorando a un congénere para no competir o que otros le observen, conjurándose, para despeñarle por algún barranco por muy acolchado que esté al fondo por toneladas de papel.

Tomonde, Vedra (A Coruña), junio de 2012

Referencias bibliográficas

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BOOKCHIN, M., La Ecología de la Libertad, 1982,  Nossa y Jara Editores, S.L., Madrid, 1999.

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VARGAS MARCOS, F.  La contaminación ambiental como factor determinante de la salud, Revista Española de Salud Pública; N.º 2 – Marzo-Abril 2005

VV.AA., Claves del ecologismo social, Colección Ensayo nº 1. Libros en acción. La editorial de Ecologistas en Acción. Madrid, 2009.

(1) Criaturas algo brutales y desagradables de apariencia humana que Lemuel Gulliver encuentra en su último viaje, contrapuestos a los houyhnhnms, de naturaleza, inteligencia y sensibilidad humana, pero de morfología semejante a la de un caballo.

(2) Denominación en clave humorística que el paleoantropólogo Ignacio Martínez dio a la cadera fósil del esqueleto de un Homo heilderbergensis hallada en 1997 en el yacimiento de la Sima de los Huesos de la Sierra de Atapuerca.

(3)Cierre prematuro de las suturas craneales en un bebé que puede ocasionar una malformación y daño cerebral al crecer este órgano en un espacio restringido.

(4) “Por ende, las premisas morales de la temprana aldea neolítica no fueron descartadas del todo hasta un milenio más tarde, con el surgimiento del capitalismo. Fueron, eso sí, manipuladas, modificadas y grotescamente distorsionadas. Mas persistieron como un íncubo dentro del nuevo orden de relaciones: una amenazadora fuerza del pasado, siempre acechando a la sociedad como el recuerdo de una «edad de oro».” BOOKCHIN, M., La Ecología de la Libertad, 1982,  Nossa y Jara Editores, S.L., Madrid, 1999, pág. 163.

(5) Suecia esterilizó a 230.000 personas entre 1935 y 1996 «en el marco de un programa basado en teorías eugénicas» y por razones de «higiene social y racial». Diario EL PAÍS, miércoles, 29 de marzo de 2000 (Agencia France Press, Estocolmo, 29 de marzo de 2000)

(6) “Para empezar, no sólo la sociología fue incapaz de abordar la discapacidad seriamente, sino que la historia y la antropología lo fueron también. Además, las pruebas demostraban que la visión medicalizada y trágica de la discapacidad era exclusiva de las sociedades capitalistas, y que otras sociedades la entendían de varias formas diferentes.”  OLIVER, M. ¿Una sociología de la discapacidad o una sociología discapacitada?, Discapacidad y capitalismo, en: BARTON, L. (Comp.) Discapacidad y sociedad. Fundación Paideia y Ediciones Morata, Madrid 1998, pág. 44.

(7) ENGELS, F., La situación de la clase obrera en Inglaterra, 1845.

(8) Poema de Nicolás Guillén.

(9) OLIVER, Ibíd. pág. 50

(10) “El pauperismo constituye el asilo de inválidos del ejército obrero activo y el peso muerto del ejército industrial de reserva. Su producción está comprendida en la producción de la superpoblación relativa, su necesidad en la necesidad de ésta; junto con ella constituye una condición de existencia de la producción capitalista y del desarrollo de la riqueza. Figura entre los faux frais (gastos menudos) de la producción capitalista, aunque el capital sabe sacudírselos en gran parte de encima y echarlos sobre los hombros de la clase obrera y de la pequeña clase media”.

 MARX, K. El Capital, Akal Ediciones, 2000, Madrid. Tomo III, Libro I, Sec. Séptima. XXIII- 4. Diversas formas de existencia de la superpoblación relativa. La ley general de la acumulación capitalista. Pág. 111.

(11) “Así, por ejemplo, la posibilidad «técnica» de la cura puede ser experimentada por el discapacitado, no como tal, sino como un imperativo moral, ya que el sistema social en el que vive se organiza sobre el supuesto incuestionable de la bondad de la independencia, el trabajo y la normalidad física, un supuesto anclado en una visión del mundo que no admite excepciones: se supone que no se puede tolerar la insuficiencia si es evitable, y así, la posibilidad de cura conduce a la opresión ideológica de quienes, padeciendo tal insuficiencia, técnicamente evitable, no desean ser «rectificados».”

FERREIRA, M.A.V, y ROGRIGUEZ CAAMAÑO, M.J., Sociología de la discapacidad: una propuesta teórica crítica, Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas, 13 (2006.1), Universidad Complutense, ISSN 1578-6730

(12) Nombre del país de gigantes al que va a parar Lemuel Gulliver, entre Japón y California, donde todo su entorno inmediato y utensilios para la vida deben ser redimensionados para su estatura. Al igual que él, el mundo del que provenimos no es de menor “talla civil” que el de los habitantes de Brobdingnag, sino que nuestra aparición en otro contexto de ciudadanía es lo que altera nuestra biosfera y condición.

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