El alienígena

Desde que llegué, quizás por la fuerza gravitatoria de este planeta, la intensa radiación estelar que recibe o la mezcla tóxica de gases liberados en él, he sufrido transformaciones curiosas, cuando menos. Por ejemplo, en mis ojos. Mis pupilas se han extendido tanto que ocupan todo el globo ocular visible, aunque los que me rodean no lo perciben por causa de alguna aberración para apreciar las transformaciones físicas de otros. Pero yo puedo observarme en el espejo y ver cómo esas dos brillantes y oscuras almendras se han desarrollado dándome cierto aspecto de mantis religiosa cautelosa y escrutadora. Esa hipertrofia quizás ha estimulado una mayor sensibilidad cuando observo mi entorno, aunque las más de las veces, sin pretenderlo, esa mirada inquisitorial es sólo aparente, dirigida desde el más adormecedor de los aburrimientos. Siendo un extraño en su planeta dan por hecho que cada vez que miro estoy evaluando su universo. Van de la desconfianza de no saber qué esperar del alienígena mirón que ven en mí, hasta el extremo de su condescendencia, deduciendo que mi curiosidad no es más que la actitud de un estúpido de corto alcance. Suele dominar esta conclusión.

Cultivando su indolencia fingen no ver a los seres parasitarios que se entremezclan con ellos.  A nosotros mismos, mustios alienígenas mutantes, nos ha llevado siglos de lenta y difícil contemplación identificarlos y aceptar que siempre han estado ahí. Son legendarios, intemporales y enormemente adaptativos… Tienen vida inmortal. Siempre merodeando en torno a nosotros y semiocultos entre la mayoría indiferente, evidenciando sus cuerpos traslúcidos sólo por descuido al interponerse al del gentío o al proyectar accidentalmente su débil sombra interfiriendo el paso de los rayos solares. Están entre las sombras de todo acto de vida. Son escurridizos y veloces aunque ahora, como en el pasado, si se presta atención es posible ver sus manos esquivas empujándonos hasta despeñarnos o arrojándonos al Tíber; dándonos una inesperada escudilla de sopa en las abovedadas salas de los nosocomios romanos o escuchando con cálculo el pánico tras una puerta en Auschwitz-Birkenau. Discretos, eficientes e implacables. No conciben la entropía ni perciben la diversidad más allá de los estrechos márgenes de su fría brutalidad. Esbozan su sonrisa y su silencio tras un escritorio, garabatean su firma con inconsciencia o deslizan su sentencia anónima tras un código de barras adherido a una carta. De sus gestos mínimos exhala el olor que precede al miedo y al olvido. Por eso les tememos.

De lo poco que hemos aprendido de nuestra estancia en este planeta mucho se corresponde con las atrocidades de sus dioses, llevadas a cabo por sus manos tras haber sido marcados por ellos, sus adoradores. Incluso cuando la divinidad era la de la intolerancia del poder o el dinero.

Pero algo se ha movido en su mundo… Algún mecanismo ha liberado voluntades contenidas en resortes que, a su vez, desencadenan energías inapreciables, prisioneras hasta ahora de una estudiada cadena de tensiones que siguen algún plan.

Vienen hacia nosotros. Posan su fría mano sobre nuestro hombro y nos hablan con mesura. Percibimos que han recobrado vigor, yendo de un lado a otro de este teatro en que han convertido su mundo. Tramoyistas que ajustan resortes, decorados mal pintados y trampillas que seguro cederán bajo nuestro peso. Nuestros ojos no podrán denotar mayor terror y sorpresa desde su desmesura.

No solemos decirlo abiertamente, pero desde hace mucho tiempo algunos de nosotros ya sólo esperamos el regreso de nuestra nave. Nuestro sistema estelar esta cruzando ese puente olvidado, un “agujero de gusano” en el pliegue del tiempo y el espacio construido entre ambos universos cuando aún teníamos esperanza en ir de un extremo a otro. Un puente labrado por canteros que asentaron los pilares de los arcos de sustentación para el paso y el peso de un humanismo que nos albergara; nosotros, enladrillando bastiones en el otro extremo, tratando de contener el empedrado del viaducto de la supervivencia y la igualdad. Un puente cercano según nuestros cálculos; lejano a vista de los rodeos de los indiferentes. En este sistema, en el tangible, muchos ya no tenemos futuro.

Aun antes de iniciar esa travesía del puente que nunca completamos, desde antiguo, nos impregnan con un halo de invisibilidad que les auxilia al tropezar con nosotros y arrollarnos aduciendo que somos inapreciables ante el vértigo y la inmediatez con la que discurre la vida. Por eso sólo deseamos echarnos a un lado, ver llegar la nave de retorno, abandonar este mundo que nunca han compartido. Y aun así, disimulamos ese anhelo, no vaya a ser que lo malogren. La precaución nos induce a ser embusteros, aduladores esforzados en dar crédito a los propósitos con los que disfrazan la verdad que ocultan con torpeza: prescindir de nosotros de modo definitivo y permanente.

Agrupándonos para el embarque podemos reconocer nuestros cuerpos inverosímiles, nuestros rostros de expresiones desconcertantes; sabernos limitados por sus límites; contemplar el orgullo de la baba y la cojera; escuchar el grito incomparable o atender el silencio…

Nuestro mundo no es este.

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