Alicia y el Dodo (ilustración deJohn Tenniel)

El ojo del Dodo

«Lo que me proponía manifestar» dijo el Dodo con tono ofendido,  «es que la mejor manera de secarnos sería una carrera en comité».

«¿Qué es eso de una carrera en comité?» preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de saberlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como dando a entender que esperaba que alguien dijera algo y no parecía que nadie fuera a hacerlo.

«¡Vaya!» Dijo el Dodo.» La mejor manera de explicarlo sería haciéndolo.» (Y como probablemente habrá entre vosotros quien también quiera hacerlo, algún día de invierno, os voy a contar cómo se las arregló el Dodo.)

Lo primero que hizo fue trazar una pista para la carrera, más o menos en círculo («la forma exacta no importa demasiado», dijo) y luego todo el grupo se fue situando por aquí y allá. Nadie dio la salida con el consabido «¡A la una, a las dos, a las tres! ¡Ya!», sino que cada uno empezó a correr cuando quiso, de forma que resultaba algo difícil saber cuándo iba a terminar la carrera. Sin embargo, después de haber estado corriendo como una media hora, y estando ya todos bien secos, el Dodo exclamó súbitamente: «¡Se acabó la carrera!», y todos se agruparon ansiosamente en su derredor, jadeando y preguntando a porfía: «¿Pero quién ha ganado?»

No parecía que el Dodo pudiera contestar a esta pregunta sin entretenerse antes en muchas cavilaciones; y estuvo así durante mucho tiempo, con un dedo puesto sobre la frente (algo así como el Shakespeare que vemos en los retratos), mientras el resto aguardaba en silencio. Al fin el Dodo sentenció: «Todos hemos ganado, y todos recibiremos sendos premios!».

(CARROLL, Lewis, “Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas”, 1865. Alice’s Adventures in Wonderland, fragmento del Capítulo III: Una carrera en comité y una historia con cola.)

El jardinero accidental.

Hace tiempo leí que los ginkgos, una variedad de acacia primitiva, son extraordinariamente longevos pero en Isla Mauricio, donde antaño medraban, ya no brotan nuevos ejemplares. La causa de esta deforestación vincula la ingesta de semillas de ginkgo (y también las del llamado tambalacoque) con su escarificación tras navegar por el aparato digestivo de un ave. Una vez deteriorado su revestimiento exterior en ese viaje y excretadas, estas serían las semillas con más probabilidades de germinar en el aleatorio reparto de sus deposiciones por la isla. Es decir, se establecía una sucia ventaja cómplice entre el mundo vegetal y el animal, un equilibrio de dependencia ecológica que satisfacía el natural apetito de un bicho y la escatológica porfía de un árbol por vivir y hacerlo sirviéndose de aquél, aun obligado para ello a descender con el sinuoso vaivén del tracto intestinal como un Dante vegetal en caída libre hasta el inframundo de las heces. El predador de la apestosa semilla de ginkgo, el jardinero accidental del tambalacoque, no era otro que el extinto Dodo. El “estúpido inepto” (Didus ineptus). Un palomo gordinflón que poblaba la isla Mauricio sin haber tenido trato con humanos hasta que, merced a la Compañía de las Indias Orientales, en el siglo XVI, los holandeses decidieron recalar allí e incluso construir una prisión en la que desasirse de delincuentes de la ínclita Europa. En sus navíos les acompañaba la natural y voraz fauna marinera, toda una cohorte de ratas, cerdos, gatos… Todos ellos golosos consumidores de huevos, sin menosprecio de los del ingenuo Dodo.

La merma de dodos provocada por esa cataclísmica invasión biológica y la destrucción de sus bosques, no fue menos brutal que la cacería a bastonazos a la que fueron sometidos primero por los descubridores portugueses y luego por los advenedizos holandeses. Entre alimañas invasoras procurándose comida y hombres estúpidos, extinguieron a esta especie en menos de ciento y pico de años. Un alimento fácil de un ave atónita para bárbaros holgazanes en tránsito sobre sus mares de codicia. Y es así, a tiempo pasado, sopesada la melancolía de observar crecer los claros en las frondas de isla Mauricio, cuando se revela que un inepto, el estúpido dodo, en realidad resultaba ser el discreto jardinero accidental, el sostén y guardián de la llave de los bosques de ginkgo y tambalocoque.

Observando detalladas láminas de su cabeza, casi podría decir que adivino en su mirada cómo se gesta la filtración del miedo y la impotencia ante la muerte del último de ellos, su expresión sombría en el brillo y la redondez de su pupila enfocando la silueta del hombre que avanza hacia él henchido de brutalidad… Una imagen indeleblemente impresa en el tiempo, la instantánea de un bruto atrapado en el iris del dodo momentos antes de que alzara el palo y lo hundiera en su cabeza de un golpe. Es como si con el impacto hubiera tenido lugar un plegamiento del tiempo y el espacio y que el chascado de los huesos rotos llegara aquí transformado en el timbre de una aguda e hiriente campanilla, tañendo hoy por cada árbol que ya no brotará. Un réquiem condensado en un crujido por todas y cada una de las fúnebres estampas registradas en los ojos de cada dodo.

Esta historia, plagada de imprecisiones, desmentidos y leyenda, no evitó que a poco que leyera más sobre el dodo se me representarán odiosas similitudes entre las personas con diversidad funcional y el malogrado pájaro. Los primeros por ser considerados socialmente seres menguados y sin no sé qué capacidad que les resta humanidad y ciudadanía, y los otros por ser definidos como tontos hasta en latín. Ambos con morfología considerada por expertos como disminución. Los dos sin trato con el mundo de los hombres: unos por insularidad allí donde África pierde el nombre y los otros por exclusión del universo civilizatorio.

La analogía se representa cuando describen al dodo evolutiva e irremediablemente ubicado en lo vulnerable por ser quien era: un obeso y redondo animal en el tránsito de su especie condenada a perder sus alas atrofiadas, dicen, incapaces ya de elevarle y menos aún de suspender en el aire sus veintitantos kilos de carne de palomo bobalicón. Probablemente alguien razonó que, después de todo, en un mundo hostil hecho a medida de la fortaleza y desaprensión de los brutos, su extinción estaba predeterminada y contenida en su déficit, su incapacidad volátil… De este modo, además de su extinción, recibió de regalo el estigma de la fragilidad, un marchamo de vulnerabilidad y fatalismo en un mundo que sopesa a sus moradores en escalas de capacidad, talla y rendimiento para la vida entendida como una guerrilla. Y es así de fácil que mezclando todo, las etiquetas de frágil y vulnerable se enreden como cerezas con la de  “posible prescindible”. Para el pájaro Dodo, un desaventajado más, fue la resulta de quedar cautivo del tiempo descontado por otros y que colapsó para él en el matadero de isla Mauricio, donde vino a engrosar el triste bestiario mítico de un desastre ecológico, esos fracasos humanos que la historia exhibe como la basura arrojada al mar cuando retorna devuelta por la marea.

La selección de las especies le llegó al dodo a través del bastonazo que le rompió el cráneo o con el balazo que abrió el paso en su carne a su último aliento, desinflándolo. La selección de las especies tenía para él acento portugués o neerlandés y desde luego no era el giro del mecanismo que compondría una variante fenotípica. Un renglón inacabado de un cuento de algún dios, o Darwin, manoteados ambos por los prosaicos adalides del capitalismo nórdico europeo tras arrebatar a uno la tinta y al otro la pluma y reescribiendo para él a tiros o palos el texto de la diversidad. De estos brutos quizás proviene la reflexión de que toda evolución no es sino un camino hacía la prevalencia de la “capacidad”, idea que anudan seguidamente con la de la de “perfección”. No entienden la vida como un estadio en cada minuto, a valorarla como tal en su conjugación del presente. Fuera de su idea de la norma, la variación es deficiencia y debe ser corregida y en tanto no se alcance esa perfección incierta no es tan grave quedar a cráneo descubierto, estar en riesgo de acabar con la cabeza rota, asado y trinchado. Y lo peor: haberlo visto venir.

En el origen y evolución de nuestra categoría, la de la diversidad funcional, también vimos alzados muchas veces los bastones de la selección sobre nuestras cabezas. Y según los tiempos, pasaron de la sombra de la amenaza a caer con furia sobre nuestros cráneos. No habiendo convivido anteriormente con el hombre, el dodo carecía del temor instintivo protector que quizás le habría librado de alguna carnicería y quién sabe si hasta de la aniquilación. Contrariamente, las personas con diversidad funcional, también tatuadas con todas las representaciones imaginables de la vulnerabilidad y la fragilidad, a modo de subespecie, habiendo vivido próximas a la mayoría aventajada, hemos desarrollado ese desasosiego, sí, pero también la incapacidad de reaccionar ante él, de ponernos en guardia y fuga evitando el confinamiento, el maltrato, la humillación, la muerte… El equivalente al bastonazo es ahora quedar a la intemperie, invisibles en la plaza comunitaria por la que transitan todos, atrapados en nuestra impasibilidad y en el fantasioso imaginario social en el que nos sitúan, impávidos como el pájaro de isla Mauricio momentos antes de procesar el miedo y recibir el trancazo fatal. Es la quietud de la indefensión social bien aprendida, inoculada en nuestro torrente sanguíneo, la inmovilidad del necio razonamiento según el cual si aún no hemos recibido el golpe de gracia, debemos aguardar para averiguar si está por llegar y cómo.

Con cada golpe fatal el alma del dodo atravesó el diafragma de la realidad y se vio en el bosque de la mítica literaria, en el de una Alicia maravillada, aunque ensopado todo el plumaje en sus lágrimas. Quizás hay pocos escenarios tan deprimentes a los que se le ocurrió teletransportarse… Las personas con diversidad funcional, a pesar de lucir también en la frente el sello del estigma de la vulnerabilidad y la fragilidad social, no hemos desarrollado aun la destreza necesaria para atravesar esa membrana interpuesta y situarnos en territorios libres de todo género de golpes. Al igual que el dodo de Alicia, estamos empantanados en la charca de sus lágrimas. Las de ella, que no asimila las desgracias que le llueven y crecen por doquier en su mundo, las lágrimas misericordiosas de los compungidos; las lágrimas emotivas de los entusiastas; las lágrimas de los miedos velados, las de la ira y la frustración proyectada… Con tanto y variado llorón se entiende que el otro exilio conocido del dodo sea el del escudo oficial de isla Mauricio quizás para reírse sarcástico equiparándose, republicanamente, de los encrespados, estresados y artificiosos leones del blasón del reino holandés.

Correr, secarse y aun así, ganar.

Afortunadamente, en el alterado ecosistema de las sociedades humanas, aún hay territorios frescos y algo selváticos, como replantados con semillas camufladas y abonadas en las heces de muchos dodos ineptos. Para quienes deambulan por ellos, otra evolución social es posible, empeñados en que la diversidad funcional no tenga mucho que ver con la potencia y el mundo de los taxonomistas de las ventajas y las capacidades, de los que sopesan la vida como tiempo para el mercadeo, como aquellos holandeses errantes perdidos en la punta de África. De poder ver al dodo proyectado en el futuro, seguro que esos taxónomos lo indexarían nuevamente en un registro hecho a medida para el inepto, destacando, seguro, su evolución ya más pedestre, más “perfecta” a su parecer, sin sus alitas encanijadas y olvidadas ya todas sus artes aeronáuticas.

Esa charca del berrinche de Alicia se me figura que es análoga a los escenarios de las construcciones sociales erigidas para nosotros, bañistas obligados a chapotear en una piscina salada que rellenan cada poco con lágrimas de todo tipo desde la orilla, teorizando, por demás, sobre la ausencia de salvavidas, de vigilantes o la técnica de nado que nos sería más ventajosa para no morir siendo gente de membranas inútiles y menguadas.

Es el propio Dodo quien debe restablecer el orden que le es propicio y necesario y para ello secarse las lágrimas de la cariacontecida y fastidiosa Alicia organizando una desigual y alocada marcha liberadora. Una galopada contra la humedad compasiva que ni le ayuda ni comparte y que sólo enmohece y desluce su plumaje en piscinas vigiladas; una carrera para airearse y desprenderse de la sal de lágrimas ajenas, para quedar seco y concluir que en esa carrera, yendo en cualquier dirección, todos ganan.

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