De cómo esquivar al ‘Sasquatch’

(Seminario “Homosexualidad y Discapacidad”, – Mesa: (Des)montando la (dis)capacidad. Badajoz, 12 de noviembre de 2005)


De manera convencional se entiende que el denominado Movimiento de Vida Independiente se conformó a partir de los años sesenta en los EE.UU., Reino Unido y países nórdicos como consecuencia de los intensos cambios sociales y políticos en los que en ese periodo confluyeron muchas sociedades occidentales.

En el contexto de las personas con diversidad funcional (1),las reformas en instituciones vinculadas a personas con dificultades de aprendizaje, la demanda de derechos civiles de las minorías étnicas en EE.UU. o Sudáfrica, concurrieron con las teorías sobre la ‘normalización’(2), y la valorización social (3) provenientes de Europa del norte, los modelos de autoayuda de algunos colectivos sociales (Alcohólicos Anónimos), la elaboración del paradigma que contrapone el modelo de Vida Independiente (4) al imperante aún ahora sobre una atención coercitiva arraigada en patrones médico-rehabilitadores y la argumentación del modelo social de la discapacidad establecida por sociólogos británicos de formación marxista (5) .

Desde esta confluencia teórica y de activismo, los análisis evidencian que la identidad social de las personas con diversidad funcional está caracterizada no por su limitación o distinción biológica sino por su alienación en la organización social de la que en términos históricos y económicos sólo obtienen un continuo flujo de opresión (revelada en la inaccesibilidad a los recursos, la reclusión, la segregación sistemática o el exterminio, como expresión brutal última). De modo concluyente, es el llamado “modelo social de la discapacidad” el que demanda que sea el sistema social y económico el que debe transformarse adoptando patrones inclusivos, no condicionando a los individuos a extenuarse en el ascenso de la fuerte pendiente de la pirámide de la desigualdad.

En los últimos treinta años se han perfilado (cuando menos impulsadas por las propias personas con diversidad funcional), algunas de las perspectivas que exploran los fundamentos estructurales de la opresión histórica, ancestral, mantenida por la mayoría social hacia este colectivo.

Estas perspectivas son vías de conocimiento que tratan de ahondar, también, en el sesgo con el que, exógenamente, ha sido valorada nuestra sexualidad, asimilada sólo bajo el control de la llamada ‘industria de la discapacidad’ (6) y sus profesionales (sanitarios, psicólogos, sexólogos, etc.). En este ámbito, como en casi todos, «la voz y la experiencia de las personas con discapacidad están ausentes en casi todos los casos. Al igual que en otros campos, a las personas con discapacidad se les desplaza como sujetos, y se les fetichiza como objetos. Predomina un modelo de tragedia médica, que define a las personas con discapacidad por la idea del déficit, y la sexualidad, o no es un problema, porque no es un tema, o es un tema, porque se considera que constituye un problema». (7)

La huella del Sasquatch.

Desde hace ya años, en nuestro país, muchos hombres y mujeres han decidido emprender el camino de vivir su condición homosexual como un modo satisfactorio de convivencia al tiempo que de intercambio de placer sexual sin determinación reproductiva no deseada, comenzando así a desasirse de las ligaduras de la ‘anormalidad’, de la valoración como potencia expansiva del SIDA o de ser asimiladas con algún género de la degradación moral individual o colectiva, tomando distancia de la laceración o segregación social. Quizás una de sus contribuciones cívicas sea el de devolvernos la imagen refleja de seres libres, poseedores de una vida sexual más amplia que la que la mayoría se tolera a sí misma. Una mejor vida que la que la represión ha tallado en nuestras mentes por obra del cincel de la instrucción y el condicionamiento de la desaprobación parental, la condena social o la culpabilidad emanante de la cultura religiosa.

Sin embargo, para muchas personas con diversidad funcional de condición homosexual aún es más difícil confluir en ese camino, máxime cuando en los márgenes de éste se hace ostensible la huella del Sasquatch.

El Sasquatch (8), el Yeti, el Bigfoot representa no sólo un ser objeto de estudio de la criptozoología sino que también es ese ominoso pariente que aparece y desaparece en nuestro camino, en la línea del tiempo de nuestra cultura y que casi con toda seguridad fue quien nos hizo huir a nosotros, las personas con diversidad funcional, despavoridas, obligándonos a seguir el camino ocultos entre la maleza. Es el mismo ser que en un remoto pasado ha desmigado ante nuestro rostro nuestra sexualidad para que la devorásemos. Nuestra auto-imagen reducida a migas de pan para gorriones que hemos engullido desde antaño, y con ellas hemos tragado y asimilado la desconfianza sexual hacia nosotros –centrada en los patrones dominantes de belleza–, la impotencia, el miedo y la dependencia urdida alrededor nuestro.

También es obra reprobable del Sasquatch la malévola oportunidad en la que trasladó a nuestra especie la “didáctica del poder”, la tan valorada agresividad competencial, capaz de trascender los géneros y que durante siglos viene sepultando –literalmente– a mujeres, homosexuales, lesbianas y el subgénero de las personas con diversidad funcional. Es él el que también parece haber establecido un correlato entre los estereotipos sexistas aplicados a las mujeres y los prejuicios hacia las personas con diversidad funcional en orden a identificarnos con la pasividad sexual que la cultura machista sobreentiende en ellas, extrapolándola hasta sintetizarnos y asimilarnos a ambos dependientes, débiles y vulnerables (9). La «normalización» heterosexual parece haber inoculado sus estereotipos sobre la mujer como un valor que incluso la comunidad gaylésbica acepta y traslada sobre nosotros, de tal manera que a fin de cuentas poseemos tanto fuera como dentro de la identidad de grupo una misma valoración: la de la más devaluada de las imágenes de la sexualidad humana en los cuerpos más asexuados que, en el mejor de los casos, son asignados a una incomprensible categoría de infragéneros. ¿Qué respuesta social se generaría frente a la imagen de personas con diversidad funcional del mismo sexo manifestando abiertamente su amor o manteniendo relaciones sexuales…? Con probabilidad el tamiz no podría hacer nada con el calibre de tanto prejuicio y estereotipo sopesando esa imagen; son los mismos granos gruesos que nos mantienen confinados en los cedazos de la infantilidad y pasividad que se aplica a niños y ancianos. El patrón de aceptación que la cultura gay-lésbica nos aplica también parece estar sobrecogido por el mismo pisotón del Sasquatch. Sólo podemos ser hombres, y en la entrepierna no tenemos sexo sino un signo de interrogación. Para la sociedad normalizada la idea de las personas con diversidad funcional se corresponden con el arquetipo de un hombre joven, de piel blanca y usuario de silla de ruedas (10). En el mejor de los casos nos representan en su universo heterosexual sólo como individuos (sin género femenino), tan valerosos, visual y occidentalmente «aceptables», como trágicos, dolientes e impotentes fueron los personajes encarnados por John Voight o Tom Cruise (11). Y es así que, masculinidad, diversidad funcional, carencia, impotencia –o insuficiencia sexual–, se enlazan y dibujan la antítesis de todo lo masculino para finalmente desaparecer, sin más, provocando otra oquedad más en el tablero de nuestras relaciones sociales fundamentales. Quizás por eso «no existen» las personas con diversidad funcional homosexuales. No son visiones aceptables. El ojo del Gran Hermano «normalizador» adolece ya de una fuerte presbicia cultural para enfocarnos per se y de un campo visual ciego de patología histérica como para, además, esforzarse en enfocarnos si estas se muestran fuera de un marco heterosexual.

¡La diversidad es buena!

La ideología del Sasquatch no sólo ha deshecho nuestras identidades sexuales, como quiera que las pudiéramos concebir, sino que ha conformado nuestra identidad social en los márgenes de su estrecha comprensión, en la que nos sofoca como seres dependientes, perpetuos superadores de toda clase de obstáculos, cansinos paralímpicos anhelando participar de un mundo graciable, de costosa y permanente reforma y contrarreforma a causa nuestra. Una ideología que en su liberalidad hace que la sociedad normalizada, en el mejor de los casos, conciba nuestras relaciones sexuales como un suceso necesariamente planificable, médico, una orientación formativa patrocinada por criterios de salud, de inconcreta naturalidad emocional, que conducen al tedio de quien, las más de las veces no desea ir más allá de un «polvo rápido» de fin de semana. Esa expectativa que valora igualmente nuestro instructor un viernes noche tras concluir uno de tantos “cursos sobre sexualidad y discapacidad” que motean nuestra adaptación curricular para la inserción social.

Quizás esta ideología de la dominación y el control proviene de una antigua, una remota infiltración de testosterona social en el sustrato primario del que se alimenta la sociedad capitalista, afectando a la mayor parte de las formas en las que hombres y mujeres con diversidad funcional han vivido o sufrido su sexualidad. El éxito competitivo de la ideología del Sasquatch, soterrada pero implacable, quizás se inició simplemente tras evaluar las ventajas que reportan una musculatura y una altura más eficientes en la cadena de especializaciones evolutivas que nos han llevado a una psicosis androcéntrica de los modelos sociales, cimentada a su vez en el miedo y el control de los procesos productivos y tecnológicos. En alguna medida se trata de la misma ideología que encuentra afinidad con la ética de la perfectibilidad del cuerpo, la invencibilidad, la masculinidad y la belleza física con relación a la potencia, la dominación sexual y la violencia… Toda una panoplia de la opresión que se aplica a las personas con diversidad funcional homosexuales llevándolas a manifestarse como una minoría marginada dentro de un grupo minoritario, también oprimido, desde el que se les aboca a una mayor ocultación social de su condición sexual.

Quizás buena parte de esta situación sea debida a que nuestra identidad como grupo excluido esta tan atrofiada como las percepciones de nuestras opciones sexuales para el común de la sociedad, a causa del control y la injerencia de la sociedad normalizadora. Lo más semejante a la celebración de nuestro ‘día del orgullo de la diversidad funcional’ tuvo la insípida designación de una resolución administrativa (12) de Naciones Unidas, muy lejos de la lamentable pero orgullosa remembranza de los sucesos del ‘Stonewall Inn’(13)

En esta línea, una estrategia coincidente y favorecedora para el Movimiento de Vida Independiente es la que trata de vigorizar en los individuos un modelo social en el que se contemple la diversidad funcional como un suceso normal a la vida. Enorgullecernos de desasirnos de nuestra identificación como problema social, de blindarnos frente a los comportamientos de barrera que otros individuos proyectan sobre nosotros, en negar la desvalorización frente al modelo del cuerpo ideal que la norma nos aplica y no cumplimos; librarnos del oscurantismo religioso que nos identifica con la expiación de los pecados o la prueba divina… Enorgullecernos de identificar frente a la «norma» nuestras necesidades físicas, psicológicas, intelectuales, sociales y económicas.

Un prerrequisito del movimiento de liberación gay-lésbico fue redefinir la identidad colectiva tomando la exclusión como positiva. «Orgullo gay», «Gay es bueno» fueron eslóganes que dieron valores positivos a la propia identidad. «El desarrollo de una política que reconozca la identidad es un primer paso en la politización de la resistencia de grupos oprimidos… El reconocimiento de la identidad es el resultado y el significado de la política liberadora, identidad es un término de lucha: una respuesta a la discriminación y al criterio de la norma. Identidad, en este sentido, significa conciencia de la historia común de explotación y opresión…» dice Susanne Kappeler, y esto significa fortalecimiento a nivel grupal e individual.’(14)

Diversidad funcional y homosexualidad han compartido durante demasiado tiempo el mismo patrón de respuestas opresivas y alienantes que la sociedad occidental viene aplicando a cuantos se interponen a su sentido predador de la existencia. El golpe homófobo en la calleja oscura duele y humilla de igual modo que el manotazo del cuidador que nos tapa las narices para forzarnos a comer. La organización social del trabajo, aliada a la brutalidad competencial, el miedo sistemático, el mito y la leyenda, han empedrado el camino del Sasquatch con vidas incapacitadas por el sexismo, el racismo, la homofobia, la gerontofobia… Por eso una opción es la de abandonar la senda del Sasquatch. Para hallar la nuestra. Después de todo el Sasquatch no es sino otra construcción social del miedo.

El riesgo, ciertamente, es mirarnos el ombligo hasta ser sustraídos por su poder hipnótico, absorbidos por él como un agujero negro más, el riesgo a enquistarnos en nosotros mismos, en nuestra necesidad afirmativa, de identidad. Y sin embargo, parece obligado que debemos empezar así a desbrozar nuestra presencia, a centrarnos en nosotros mismos y a dejar de mirar la barahúnda de dedos indicadores que todos alzan, incluso cuando señalan nuestro sexo; “debemos contrarrestar esos discursos dominantes sobre la sexualidad de las personas con discapacidad en los que se acentúa la carencia y la limitación, y desarrollar nuevas explicaciones que se basen en la experiencia subjetiva de las personas con discapacidad. Debemos recordar que el poder es una característica de las relaciones entre los sujetos, y hay varias jerarquías en donde las personas ocupan múltiples posiciones. Cuando entra en escena la discapacidad, las relaciones tradicionales de sexo, edad, sexualidad y poder pueden hacerse más complejas y diversas. Debemos dejar que las personas con discapacidad hablen por sí mismas, y debemos reconocer que lo que se necesita es el saber que otorga haber vivido esta experiencia, no los conocimientos técnicos de los profesionales” (15)

(1) A lo largo de este documento se ha optado por introducir esta denominación en detrimento de la de ‘personas con discapacidad’, como definición tácita establecida en el Foro de Vida Independiente, por entender que ofrece una visión más positivista y una representación cultural menos limitante de nuestro colectivo social.

(2) Wolfensberger, 1983.

(3) Nirje, 1985.

(4) DeJong, 1979.

(5) Mike Oliver, V. Finkelstein, T. Shakespeare y otros.

(6) Gary L. Albrecht, 1992, Tom Shakespeare, 1998.

(7) Tom Shakespeare, ‘Poder y prejuicio: los temas de género, sexualidad y discapacidad’. (Incluido en la compilación de Len Barton, ‘Discapacidad y Sociedad’, Fundación Paideia-Ediciones Morata, Madrid, 1998).

(8) Nombre con el que los nativos de la región del noreste canadiense del Yukón (Canadá) se refieren a un legendario y misterioso ser de gran tamaño, peludo, huidizo, semejante en su descripción a un ramapithecus, del que no se tiene constancia científica alguna y que sólo es motivo de estudio de la criptozoología.

(9) M. Oliver, T. Shakespeare.

(10) Tom Shakespeare.

(11) La referencia a estos actores norteamericanos está en relación a los personajes que representan en las películas ‘El Regreso’, 1987, y ‘Nacido el 4 de julio’, 1989, respectivamente, de personas con diversidad funcional adquirida a causa de la guerra de Vietnam.

(12) En 1992, al término del Decenio de las Naciones Unidas para los Impedidos (1983-1992), la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el día 3 de diciembre ‘Día Internacional de los Impedidos’ (resolución 47/3).

(13) Nombre del bar neoyorquino, de concurrencia gay, en el que el 28 de junio de 1969 una redada policial y la resistencia a algunas detenciones, derivó en enfrentamientos en los que varias personas homosexuales resultaron muertas. Desde entonces en esta fecha, en todo el mundo, se celebra el Día del Orgullo Gay en recuerdo de las víctimas de aquel día.

(14) ‘Fortalecimiento Social y no violencia’, artículo de Andreas Speck, publicado en ‘Peace News For Nonviolent Revolution’, Nº 2439 (Junio-Agosto de 2000).

(15) Tom Shakespeare, ob. cit.

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